Muerte a la princesa


Todos me llaman Cata. De Catalina. Aunque si alguien me pregunta, desde hoy diré que soy Lina. Quizás porque “Cata” me recuerda a mi oscuro pasado de regaliz, purpurina y lacitos rosas. Creo que todo empezó por los vestidos de ganchillo que la tía Carmen tejía en mis primeros años de vida. Rosas y blancos. De ahí vinieron las cortinas, alfombras, etc; una marea rosa que fue inundando mi cuarto. Vino sin preguntar y se apoderó de mí, subiéndoseme como el champán a la cabeza. Tanto es así, que me vi de pronto diciendo ñoñerías como “qué bolso más cuqui” a una completa desconocida.


Por suerte todo terminó a tiempo. Una serie de sucesos encadenados me llevaron a terminar mi aventura sentimental con el rosa. Todo empezó el martes de la semana pasada, día 13, una fecha propicia para desgracias. El caso es que cuando me levanté vi que mi Barbie se había suicidado lanzándose desde la segunda repisa y por si fuera poco, se había llevado por delante mi joyero. Ambos yacían en el suelo; el joyero había vomitado su contenido sobre el cuerpo inerte de Barbie. Había rosa por todas partes. Recogí el cuerpo y una lágrima expió mi culpa de haberla abandonado al borde del precipicio y aún encima sin sus tacones.  Ese día un poco por duelo y otro por el hastío hacia el rosa que crecía en mí (sin yo saberlo) decidí vestir una camiseta negra de mi hermano. Tenía el logo de AC/DC. Al abuelo casi se le atraganta la leche al verme. Mi hermano en cambió me saludó satisfecho alzando pulgar y meñique. Tal fue su orgullo al verme que me invitó ayer al concierto de Slayer con sus amigos.

Camiseta de tirantes negra, lápiz de ojos del mismo color y melena suelta. Algo tímida en mi nueva piel, me presenté a sus amigos: “Soy Cata, de Catalina”. Y él más mono, Javi,  me dijo algo así como que Lina me pega más. Que suena cómo acordes agudos de guitarra eléctrica.

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