Las tres, curiosas, deciden venir
por primera vez al antro del final de la calle. Divisan a lo lejos las luces de
neón y un porche de madera, extraña combinación. Notas de country se mezclan con el humo de los
que prefieren fumar fuera. En esa perfecta intimidad, resultado de la conjunción
de un cielo estrellado de verano en un callejón sin salida. Ya en la entrada el cowboy se lleva la mano al
sombrero en un gesto mecánico. Las tres le sonríen nada más verlo. Él también les
dirige una flamante sonrisa de neón. De esas que se gravan en el subconsciente
y se repiten luego en bucle si se tiene la osadía de dormir con unas copas de
más. ¡Pero qué importa! Porque hoy se acaba el mundo. Y la noche se bebe en
chupitos. A la salud de la casi-novia.
Las tres se acomodan en el
interior en torno a una mesa redonda. Muy juntas. Tanto, que los objetos
fálicos que coronan sus cabezas casi se tocan.
— Tres de Tequila—pide la casada. La que se bebe una cerveza a
solas cada noche. Quizás porque su alianza le oprime el dedo anular desde hace algún
tiempo. Pilar.
“¡A la futura novia!” Risas y brindis.
En la pista de baile una rubia se contonea ajena a
todo ritmo. En cada movimiento la falda cinturón va perdiendo terreno y los
moscardones, atraídos, zumban a su alrededor. Ellas también quieren bailar. Y ya de paso que
las miren. Como la casada, que desde hace un rato me dirige miradas furtivas.
Suena Johnny Cash.
La pista se va llenando y la casi-novia
baila, grita y salta ahora entre la multitud. Se diría que poseída por el
ritual que precede a la guerra. La de los 40 años de felicidad conyugal. La que
la aun casada no pudo conquistar. Por
eso mira a la puerta entreabierta que nos separa. Se resiste a venir y pega un sorbo al tequila.
Podría ser que para fingir que no existo o para armarse de valor. No tardo en
descubrir que es lo segundo.
“Un selfie las tres juntas” Risas y el solemne juramento de amistad forever.
Luego la pista, las luces y esos
pocos metros que nos separan se antojan insoportables. Corre hacia mí. Una de
sus amigas atrapa su brazo. Pero ella prefiere lo desconocido. Entra en el
servicio y estamos solos. Esboza una ligera sonrisa cuando me mira. El típico
rictus que procede al llanto. Podría haber elegido a cualquier otro entre
tantos servicios de tantos locales nocturnos. Pero me eligió a mí y no dejo de
preguntarme si será porque yo, al igual que ella, también estoy roto. Entre sollozos escucho su
voz.
— Juan,
quiero el divorcio.
Y su mano se posa por unos instantes
en mi superficie fría.