Nada molesta más que un invitado que se demora en partir. O uno que se
zampa todos los bombones y luego ríe con la boca llena. Eso debe pensar la
abuela justo antes de hacerlos desaparecer. Visto y no visto. ¿Qué me dicen de
los que llegan por sorpresa? Si son simpáticos quizás puedan conquistar el
asiento. Pero ¿Y los que hablan de política? Esos se esfuman de su mesa más
rápido que lo que tarda en enfriarse el café. Ni rastro. Salvo por el polvillo
que dejan una vez desaparecidos y que la abuela se apresura en barrer hacia una
esquina. Lo mejor, dice, es reencontrarse por casualidad con la vecina o el
primo esfumados el día antes. Todo son miradas bajas. Medias voces. La vergüenza
los embarga al no poder recordar como hicieron el camino de vuelta a sus casas.
Los pobres incrédulos nada sospechan acerca de los superpoderes de la cafetera.
Se creen más bien teletransportados por los beneficios del chinchón que la
abuela, muy astuta, solía colocar encima de la mesa, a modo de chivo
expiatorio. Digo “solía” porque peores resultaron los efectos sobre los
malogrados que osaban echarle unas gotas de la botella al café. Como la abuela
no es una desalmada, ha optado por esconderla a las visitas. Ya que es bien
sabido que, en esos casos, el GPS de la cafetera fallaba y raramente se esfumaban
a sus casas. De esa imprecisión en la
latitud da buena cuenta la tía Rita que, por echarle un buen chorro al café, apareció
en Tenerife. Claro que el daño no siempre es proporcional al grado de
inclinación de la botella de chinchón sobre el café. Si no que se lo digan a la
tía Asunción que, con una ligera desviación de la botella, y en consecuencia de
latitud, fue a parar a la casa del vecino. La mala suerte quiso que éste
acabase de salir de la ducha y que en ese momento entrase su mujer por la
puerta encontrándose al marido ataviado con una toalla en compañía de la vecina…