Muerte de cronopios y famas

 


Como admiradora de Julio Cortázar he querido rendir mi particular homenaje al autor y su obra: “Historias de cronopios y de famas”, aprovechando el reto literario de Café Literautas.

Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos, y si no fíjense en los famas, esos seres metódicos y de trayectorias intachables que, tras repartir sus vastas herencias a partes iguales, se mueren por aburrimiento pasados los cien años. Se aburren porque ya no pueden rellenar sus libros de contabilidad, de cansada que está su vista. Y si bien el médico le prescribe paseos al sol, ellos se encierran en sus despachos con nostalgia a mirar sus colecciones de sellos, a ordenar las facturas de toda una vida, a desempolvar su primer libro de contabilidad. Entonces una lágrima se desliza por la mejilla del fama, que recuerda que hubo tiempos mejores, cuando la compra del papel higiénico de oferta se anotaba cuidadosamente en el apartado de “gastos domésticos”.

El sepelio de los famas se divide en tres partes: en la primera se hace un discurso del finado remarcando todas sus cualidades por orden alfabético, en la segunda se deposita el féretro en el hoyo y los familiares arrojan sus libros de contabilidad entre suspiros y lágrimas y en la tercera se baila tregua y catala, pero sólo si todos los presentes dan el visto bueno al grabado de la tumba. En caso contrario, nadie baila tregua y catala y todos regresan a sus casas en silencio. En el peor de los casos el alma del difunto no descansa en paz al verse ultrajado por un error ortográfico en su apellido.

Todo lo contrario les sucede a los cronopios, esos seres verdes y húmedos. Raras veces un cronopio llega a los cuarenta, ya que suelen morirse felizmente por accidentes de todo tipo. Un cronopio puede quedarse embobado en mitad de la calle mirando una nube con forma de saxo y la alegría de su hallazgo lo impulsará a bailar tregua y catala delante de un autobús en marcha. Por cada fiesta que celebra un Fama, se mueren de media tres cronopios. El desenlace fatal suele acontecer cuando los cronopios cantan sus canciones favoritas. Se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan caer del tejado, de las ventanas, ahogar en las piscinas, se les desatan los cordones de los zapatos, pierden los botones de la ropa, lo que llevaban en los bolsillos y hasta la noción de los días. También los hay que se mueren de excesos. Célebre es el caso del cronopio que atracó una tienda de regalices y murió felizmente empachado días después. O el cronopio que sobrevivió tres días en el desierto sin agua y al volver felizmente a su casa murió intoxicado por exceso de zumo de pera. Un cronopio volvió de viaje y se encontró raro en su casa. Tras una revisión exhaustiva anunció a su esposa que el felpudo estaba en huelga, las novelas de la estantería malhumoradas, los azucarillos se habían vuelto quisquillosos y las cortinas de la ducha habían envejecido al menos diez años. A la pobre mujer le pegó un estallido de risa que le costó la vida.

Los cronopios nunca suelen descansar en paz, ya que al morirse en accidentes siempre dejan algo pendiente en vida. Eso hace que al día siguiente del funeral, sus hijos encuentren al fantasma de sus padres sentado a la mesa. Dado que los cronopios son de naturaleza despistada, se pasan semanas apareciendo en los desayunos familiares hasta que rompen a llorar desconsolados, incapaces de recordar cuál era su tarea pendiente. Los hijos comprensivos, les hablan con dulzura y les cantan sus canciones favoritas hasta que el cronopio recuerda un buen día que se había dejado olvidados unos pantalones en la tintorería. El cronopio se pone muy contento en esos casos y su familia también. Entonces todos bailan tregua y catala en la cocina con tal apasionamiento que se rompen vajillas enteras armando un gran estruendo, para disgusto de sus vecinos.

Puestos a soñar



           
                  El 26 de Noviembre un ángel despistado se olvidó las alas 
y quiso subir al cielo en ascensor.

Dosis de realidad entre sueño y vigilia. El golpeteo sordo de un tambor late en mi interior. Bum-Bum. Como un canto de guerra. Lástima que la única batalla la libres tú en la cuatrocientos veinte y nueve. Yo tan sólo puedo atrincherarme en mi cuarto, hacerme un ovillo entre las sábanas. Burlar el dolor como se engaña al estómago, con caramelos dulces, sabor a milagro y esperanza. Robarle horas al sueño, un sueño blanco, mullido, anestésico, al que le sucede un despertar súbito, a quemarropa. Con un poco de suerte lo consigo y estamos los cuatro en la playa de siempre, riendo como nunca. Una bandada de gaviotas vuela muda sobre nuestras cabezas, en un paisaje con tintes de espejismo. Hay un sol de justicia, pero ninguna sombrilla en la playa abarrotada, como si los rayos UVB no atravesasen las atmósferas oníricas. Alguien corre tras un balón de playa que, desafiando las leyes de la gravedad vuelve a su amo, pendiente arriba. En este mundo al revés eres el protagonista, tú que siempre fuiste actor secundario, paseante solitario, rastreador de silencios, siempre rumiando tus preocupaciones, se las susurrabas a las olas. Ahora solo se escucha tu risa, el aire se te escapa con ganas en una sonora carcajada, se diría que te han contado el rey de los chistes malos. Los demás te admiramos en silencio como simples figurantes, rostros difuminados en un cuadro azul y amarillo. Te levantas de la toalla con la agilidad de un chaval de veinte y cinco. Como si cada movimiento soñado fuese en una escala de mil a uno respecto a tu realidad postrada, casi estática. Te levantas en señal de protesta, riéndote de todos los que te creímos acabado, ¡al carajo los montacargas!, pareces querer decir. Te ríes aún más porque sabes que no es tu final, no te pega, aunque las costillas rotas te hayan dolido. Te compadeces secretamente de los malos de las pelis americanas que se hacen papilla al caerse por el hueco justiciero. El tuyo fue muy injusto. Tanto es así, que si un juez se erigiese en mitad de la arena dictaría sentencia contra el montacargas: “Cincuenta años de corrosión en un desguace, pieza por pieza”. Celebro tu excelente humor, tu piel bronceada, celebraría hasta que te hurgases la nariz con la pata de un cangrejo. Como un acontecimiento extraordinario. Como cualquier hijo de vecino al descubrirse dotado de extraños súper poderes. Con la euforia de una madre testigo del dulce gatear de su bebé pared arriba: la pericia de un arácnido, la dulzura de un koala. “Mi hijo va a llegar al techo, chúpate esa vecina”. Un ruido en la calle hace que se cierre el telón del sueño. Tras las cortinas, un escenógrafo cambia el mar azul por un fondo blanco. La arena que nos hace cosquillas en los pies se haya ahora sepultada bajo unas baldosas asépticas. Tu toalla multicolor ya no encaja en la escala de grises de tu triste cuadro hospitalario.

Tiempo y espacio


La superficie del habitáculo era de apenas seis metros cuadrados pero descubrir todo aquel volmen le devolvió la primera sonrisa en semanas. Con todo aquel espacio podría guardar las cosas de Luis hasta que volviera de su travesía por el mar de “necesito tiempo”.

Dos semanas y media después de firmar el contrato de alquiler, descendió desde el segundo piso al subterráneo, ya como inquilina. Hizo girar la llave del candado y accionó el interruptor de la luz. Por unos instantes se quedó parada, intentando imaginar el lugar que ocuparía cada objeto. Luego se puso manos a la obra: colocó la bici elíptica al fondo en una esquina, la estantería en la pared de enfrente. La mesa de escritorio entre ambos. Sobre las repisas del medio depositó delicadamente las maquetas de cuatro veleros. La caja de herramientas en la última repisa, la más baja. La máquina de hacer crepes regalo de la madre de Luis, en la penúltima. El resto del espacio lo rellenó con sus libros, sus revistas de náutica y los trofeos de vela. Cuando terminó de montar la silla de escritorio se dejó caer pesadamente sobre ella. Cerró los ojos y se quedó recostada. Los objetos guardaban silencio, pese a toda su historia pasada. "Si pudieran, preguntarían por su dueño" pensó.

La cuarta vez que bajo al trastero fue para depositar un trofeo de Luis olvidado. Bajo acompañada de su amiga Laura.

—¿Qué es esto?—preguntó Laura mirando a todos lados.

—Son sus cosas.

—Parece un santuario—le espetó Laura arqueando las cejas. Quiso añadir algo mas pero se contuvo. Le parecía que el orden era sospechosamente similar al del apartamente de la calle Príncipe, donde su amiga había vivido siete años con Luis.

—Ahora te alcanzo—le dijo a Laura, antes de cerrar la puerta y después de acordarse que a Luis le gustaba acceder a la bici eliptica del lado derecho. Pensando en ello, volvió sobre sus pasos y la separó ligeramente de la pared.

A la semana siguiente bajó a depositar un viejo aspirador estropeado. Al verlo entre las cosas de Luis desechó la idea de dejarlo allí. Se acomodó en el sillón de ruedines y percibió por primera vez una sensación de frío y húmedad. Tiró de las mangas de su jersey y se hundió aún más en la silla." Frío y húmedo como la cubierta de un velero", pensó mirando hacia la maqueta del velero azul. Se lo imaginó en alta mar y a ella misma acurrucada en la popa. Capeando un temporal que cala los huesos. Soportando las envestidas del oleaje. Manejando los cabos según las intrucciones del capitán, Luis García. Su Luis. Se le escapó un suspiro al imaginarlo en la popa muy erguido, vestido con su chubasquero verde caqui, el sombrero a juego y ese aire de autosuficiencia cuando manejaba el timón. Como si el viento y él fueran viejos conocidos y el temporal fruto de simples rencillas. Afuera un ruido de llaves y el sonido de la puerta de al lado le devolvieron a la realidad del trastero. Sería un vecino que, con la mesa puesta y su mujer e hijos esperándole para cenar, había abandonado la comodidad del hogar para ir a buscar una botella de vino. Y ella, muerta de frío y tiritando, deseó dejar atrás el temporal, subir las escaleras en su lugar y ocupar su sitio en la mesa para escuchar a alguien decirle “¿por qué has tardado tanto, cariño?”.

Al mes siguiente bajó al trastero a buscar la maquina de hacer crepes. Pasó toda la mañana en la cocina y hacia las doce volvió a bajar al trastero. Depositó una fuente con crepes sobre la mesa de escritorio junto con un bote de nutella. Se dedico a untarlas con abundancia, como le gustaban a Luis. Con una cuchara dibujó finos trazos de chocolate sobre la cubierta de una de ellas, hasta poder leerse: “Feliz Cumple”.

A los tres meses descendió al subterráneo a comprobar que todo seguía en buen estado antes de irse de viaje. Extrajo un juego de llaves del bolsillo y se sorprendió al descubrir que faltaba la llave que abría el candado. La invadió la angustia y subió los escalones que la separaban del primer piso, de dos en dos. Dirigió sus pasos dirección al portero que se encotraba en su garita.

—Disculpe, he perdido la llave de mi trastero.

—El lunes pasa el cerrajero, puedo advertirle—le respondió el portero concentrado en su correspondencia.

—Pero…¿no puede venir ahora?

—Puedo llamarlo ahora si es algo urgente. Digame su nombre y el numero de apartamento.

—Me llamo Adela, vivo en el 307— dijo mientras el portero anotaba en un post-it.

Afuera los primeros rayos de sol anunciaban el fin de la lluvia. El portero descolgó los auriculares y se disponía a marcar un numero.

—Déjelo, no es importante.



Como el sushi

 



Dicen que el primer amor nunca se olvida. En mi caso y aún sintiendo el impulso siempre latente de la carne, me mantengo fiel a ella. Ninguna puede igualar su belleza, aunque a veces basta una mujer de espaldas con melena rubia para traer a Rennée de vuelta a mi memoria: sus últimas palabras, esa manera tan poco convincente de rechazarme, el sabor de su piel o la tensión de la carne a punto de estallar en mi boca....

—¿Qué se siente? —me preguntan todos.

Entonces yo les respondo que es como comer sushi mientras escuchas la quinta de Beethoven. Dos placeres cruzados en la sinestesia perfecta. Aunque en realidad nada es comparable al placer puro y simple de la carne. La carne sin necesidad de violines. La carne cruda o cocinada a fuego lento tras mis caricias. Un ritual de amor que pocos entienden. Algunos lo llaman locura, pero hoy sé que toda razón de mi existencia se reduce a mi primera y única vez aquél viernes con mi profesora de alemán en la capital francesa.

Fue el día que por fín resolví el misterio del color de sus ojos, con tonos cambiantes de marrón, amarillo y verde. Estaba tan cerca de ella que sentía su respiración agitada. La estreché como un animalillo indefenso entre mis brazos mientras jugueteaba con su melena dorada, mi objeto fetiche.

—Repasemos la conjugación del pretérito —sugirió Rennée retirando mi mano de su cintura.

—Ich liebte, du liebtest, er liebte—dije yo susurrándole al oído.

Mi boca rodó por su cuello, cruzando el suave mentón, mis labios alcanzaron el paraíso en los suyos. O eso creía, porque la memoria en un acto de compasión hacia mí, había borrado inconscientemente aquel intento fallido de beso. Eso me hacía saborear un pasado dulce que, con el tiempo, se fue revelando más amargo: mis ganas frustradas, sus pasos hacia atrás rehuyendo mi boca y la voluptuosidad de sus labios tensarse en una línea. La línea roja a mis deseos.

—Repasemos la conjugación del presente —sugirió ella con la sonrisa torcida.

Ich gehöre dir, du gehörst mir—respondí.

Quise aparentar que no me importaba, pero su rechazo me quemaba en las manos, en las mejillas, en la mirada sucia, en la osadía de mi boca. La idea de que con las prostitutas esto no hubiese pasado se cruzó en mi cabeza. Fue algo fugaz, porque a esas alturas ya sabía que Rennée y yo estábamos predestinados.

—Estudiaremos el futuro otro día —sugirió ella mientras recogía apresurada.

Ich werde dich essen—respondí.

Ella se rió sin ganas y yo fingí ir a buscar una botella de vino.

—Bebamos vino—le supliqué.

—Solo una copa—fueron sus últimas palabras.

Lo que vino después fue, créanme, un gesto de amor. De aquella manera conseguí tener a Rennée dentro de mí para siempre.

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Relato inspirado en el crimen real perpetrado por Issei Sagawa.





Aquí os dejo el resultado de mi generador de argumento. Casi todos los aspectos del generador están implícitos en el texto.


Te lo dije


 Sí, me lo dijiste, y tanto. Repetido hasta la saciedad.

     No es tu tipo mamá, le huelen las manos a mierda de vaca  me soltaste el primer día en la granja, mientras tratabas de retirar en vano el barro de tus mocasines.

    —Mejor granjero pobre que ministro infiel te respondí yo con un guiño—además de granjero también es informático.

Lo cierto es que por fin era feliz, después de que tu padre, el ministro de agricultura y pesca de mujeres, me cambiara por aquella rubia oxigenada. Rabiosamente feliz con mi granjero, mis comics y una docena de vacas.

    —Es un paleto mamá, no tiene ni facebook, ni twiter ni instagram decías mientras exprimías la ubre con guantes y sin éxito.

Yo, inocente de mí, quise arrancarte de tu jaula dorada en Madrid y traerte al campo, creyendo que ordeñar vacas sería la cura a tu esnobismo. Tonta de mí. Tampoco te culpo por marcharte cuando las cosas se fueron torciendo entre tú y mi granjero. Pero me dolió esa escueta nota anunciándonos que querías ver mundo. Te seguí por facebook, instagram y twiter. Tailandia, India, Camboya, China...siempe fotos de maravillosos paisajes, nunca estabas tú.

    Es raro que no cuelgue un solo selfie— le dije una noche extrañada a mi granjero- informático.

Pero lo más raro de todo es que las cartas dicen que al fin has encontrado tu verdadero hogar entre nosotros. Los posos, en cambio, muestran las profundas aguas del pozo.