Antes de abrir la puerta que da a la calle, el sillón
orejero le suplicó que se sentase. Las cortinas, menos pacientes, se cerraron
de golpe instalando la penumbra en el salón. Asido a su bastón, avanzó a
tientas hacia la salida. De poco le sirvió a la moqueta fruncirse y hacer la
zancadilla. Fue el aparador, más astuto, quien lanzó la foto de aquella dama
directamente a sus pies. Las lágrimas sobre la moqueta alertaron al pomo de la
puerta. Se dijo que tampoco hoy nadie le pondría una mano encima.