Carta a Dalila



Sobre si fue el día más feliz de mi vida, yo no diría tal. Tú seguro que te lo imaginaste aderezado con unas notas de violín y mariposas en el estómago. Nada más lejos de la realidad, querida Dalila. Tanto es así que justo antes de conocerla, acababa de vomitar un candado negro feísimo. El número 56 de mi colección. Sucedió una tarde al salir del Grand Palais. No recuerdo bien quien me recomendó aquella exposición sobre el continente africano. El caso es que salí mareado a causa de los síntomas de malaria infantil rondando por mi cabeza. Decidí dar un paseo el tiempo de devolverle a mi rostro su tinte original. Es curioso cómo los recuerdos pueden volver tras años de maceración reconvertidos en sensaciones físicas. Créeme si te digo que te estoy escribiendo esto y aún puedo sentir, como entonces, el característico martilleo en el estómago que precede a un candado. En esas situaciones siempre intento aguantar el tipo y hacer como si nada. Pero has de saber que si bien resulta doloroso expulsarlo, aún más lo es retenerlo contra su voluntad natural de querer ver la luz y oxidarse como un candado normal. Cuando ya no pude aguantar entré en la galería de la calle Haussmann buscando un lavabo. 

Aquel día, ironías del destino, una completa desconocida inauguraba su colección de objetos metálicos mientras yo sentía ya el frío bronce subiendo por mi garganta. Así que ya ves que el contexto no fue precisamente el más romántico. Sobre cómo alumbrar un candado, te diré que no tiene demasiado misterio. Me fui a un rincón e introduje discretamente dos dedos en mi boca. Seguro que estás frunciendo tu cara en una mueca de disgusto, pero has de saber que en esos casos todo transcurre de la manera más limpia. Cuando los saqué traía sujeto por el aro un candado. Su tamaño era idéntico al de sus hermanos, ideal para bloquear un equipaje. Lo coloqué con sumo cuidado encima de la palma de mi mano y me quedé absorto en la contemplación de su aro cromado y el cuerpo color azabache. Me disponía ya a guardar la pieza en el interior de la mochila, con el resto, cuando escuché una voz femenina decir “bonito candado, parece gótico”. 

Quizá al girarme no sonasen violines, pero lo cierto es que me quedé sin palabras. Sólo acerté a depositar al recién nacido en las manos de esa completa desconocida que resultó ser la artista del lugar.  A cambio ella me presentó, entre otros, al gallo Babilonio con su plumaje de cobre y también su obra maestra expuesta en el centro de la sala: el sauce llorón de hierro, tu preferido. Fui el último en abandonar la galería y las semanas posteriores perdí la noción del tiempo aunque sí recuerdo ir cada día con la excusa de conocer todos los detalles de su obra. Mis visitas reiteradas dieron sus frutos cuando nos dimos nuestro primer beso frente al espinazo de la ballena en bronce y también cuando hicimos el amor frente al oso mirón bañado en cobre. 

Poco a poco la galería se convirtió en una especie de hogar para nosotros en el que a menudo pasábamos las tardes sentados a los pies de nuestro sauce llorón. En vísperas de navidad quise yo también enseñarle mi colección. Recuerdo que mis manos temblaban al abrir la mochila y ella risueña y con la delicadeza impropia de quien moldea el hierro fue cogiendo uno a uno los 56 candados y colgándolos en las ramas del llorón. Para cuando hubo terminado, supimos que aquél sería nuestro árbol de navidad.  Imagínate cuan feliz llegué a ser a su lado, que en todo ese tiempo no vomité un solo candado. Si me preguntas cuánto duró no sabría decirte, ya sabes que la precisión temporal es algo espantoso para mí. Sólo sé que todo reventó aquella tarde de lluvia que nos sentamos frente al llorón con una taza de té y ella hizo saltar todo por los aires con la confesión de su embarazo. 

Si bien mi primera reacción fue de alegría, confieso que lo que vino después fue fruto de mi inmadurez. Me angustia pensar en aquellos días en que volví a mi viejo hábito de vomitar candados. Llegué a expulsar uno cada día las primeras semanas, tras conocer la noticia. Ella algo intuía y pese a mostrar su comprensión se volvió fría como sus esculturas al tacto y yo sentía vergüenza de mi mismo. Te mentiría si no te dijese que pensé en abandonarlo todo aquella tarde en que cargué mi mochila con el peso de mi secreto y me fui a orillas del Sena. Pero aquí me tienes. Y por si no lo sabías, fue en el momento del parto cuando vomité mi último candado, el número 82. 

Ése día estreché su mano o quizás ella estrechó la mía y naciste tú, querida Dalila. Nos asustamos porque no llorabas cuando el médico te alzó en sus manos. Luego te entró el hipo y vomitaste una llave, ésa que abría todos mis candados. Tu madre y yo nos miramos y no hicieron falta las palabras.

Dalila: nombre de origen hebreo que significa "la que tiene la llave"