Nunca descartemos el revólver



La estampa en la aldea no está para postales. En la tierra del orballo caen chuzos de punta. La típica banda sonora de una tierra que llora a sus caciques y que, en este caso, teme por la vida de uno de ellos, don Anselmo Miñambres.

El pazo de tan ilustre paciente acoge, ese día, la peregrinación de la casta más rancia del lugar compuesta de caciques, curas y beatas. Se abren los postigos y la comitiva de reptiles se desliza hacia el interior con el beneplácito del mayordomo. Camuflado entre ellos, camina una sombra escondida bajo un gabán largo, un sombrero raído y una evidente cojera. Diríase un forastero, quizá una amistad lejana que ha tomado el tren del tiempo para un feliz reencuentro. Pero el único amigo fiel de Miñambes es su perro labrador y la pena del intruso no es más sincera que la promesa del buen tiempo. La oscuridad y la afluencia, cómplices de lo desconocido, lo invitan a pasar. Y él acepta, incrustado, como una diminuta pieza que se cuela en el intrincado engranaje social. ¿Con qué fin? De su objetivo da buena cuenta el revólver calibre 38 en su bolsillo derecho. Por si las cosas se ponen feas.
El grupo de parásitos, encabezado por el mayordomo abandona la oscuridad de la entrada y penetra en el salón. Apoltronados en el sofá, se disponen a ahogar las penas de un futuro incierto empinando los licores de su bienhechor. En medio de ellos, bajo la luz de la araña que cuelga, se hace más nítida la sombra que porta zapatos viejos, poco acostumbrados a pisar alfombras.

Llegas tarde—le susurra alguien al oído
El sospechoso gira sobre sus talones y se encuentra un whisky con hielo. No lo rechaza.
La mano cómplice que se lo tiende saluda a diestro y siniestro con risa fingida y ademanes de anfitrión.
Bien, vayamos ahora que está dormido—le sugiere mientras se lo lleva lejos de miradas indiscretas.
Yo lo prefiero bien despierto—gruñe tras dar un último sorbo al vaso.
Ambos abandonan el salón y cruzan el pasillo.
No creo que te reconozca después de tantos años.
El anfitrión abandona a su invitado junto al aposento principal. Éste abre la puerta y se topa con los ojos inquisidores de un anciano. Sabe que las presentaciones no son necesarias. Quisiera hacer un discurso cargado de resentimiento, pero el verdugo no tiene don de palabra. Tan sólo le susurra al oído con una delicadeza impropia de él y acto seguido lo manda al infierno. Al terminar deposita el cojín en su sitio y se felicita por no haber tenido que usar el revólver.
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La banda de caciques, curas de estómagos agradecidos y beatas pagadas como plañideras se encuentra ahora lejos de los salones alfombrados, en el camposanto. Con el muerto a tierra, lloran las viejas con ahínco, no se sabe si por el alma del difunto o el porvenir incierto. La mano cómplice del hijo único y rico heredero recibe el pésame de todos ellos. Terminado el sepelio y con la premisa de “ el muerto al hoyo y el rico al bollo” los ilustres invitados dirigen sus pasos rumbo a la taberna.

El heredero, ya sólo, se dispone también a partir, pero sus pasos tropiezan con el verdugo.
El viejo me reconoció—le dice con una media sonrisa entristecida.
Aquí está lo tuyo —le responde extendiendo un cheque— creo que es mejor que nunca más nos veamos.
¿y... ya está?
¿Qué esperabas? ¿venir a jugar al club los domingos?—ríe el heredero burlón.
Soy bastardo pero no estúpido—escupe— dame el cincuenta por ciento, hermanito.
Tú no eres mi hermano, imbécil.
El cojo hace ademán de marcharse, gira sobre sus talones y saca el arma.
¡No! Herma...


El disparo le hace morder el polvo, o mejor dicho, el lodo. Se apoya en el mármol que cubre la sepultura y consigue levantarse a duras penas. Quiere correr pero tan sólo alcanza a dar dos pasos arrastrando una pierna herida. Su verdugo se fija en la incipiente cojera y estalla en una profusa carcajada.

Ahora si nos parecemos, hermanito —dice, antes de rematarlo con un tiro en la cabeza.

Abandona el lugar mascullando la idea de que nunca se puede descartar el revólver.




La abuela antisocial



Nada molesta más que un invitado que se demora en partir. O uno que se zampa todos los bombones y luego ríe con la boca llena. Eso debe pensar la abuela justo antes de hacerlos desaparecer. Visto y no visto. ¿Qué me dicen de los que llegan por sorpresa? Si son simpáticos quizás puedan conquistar el asiento. Pero ¿Y los que hablan de política? Esos se esfuman de su mesa más rápido que lo que tarda en enfriarse el café. Ni rastro. Salvo por el polvillo que dejan una vez desaparecidos y que la abuela se apresura en barrer hacia una esquina. Lo mejor, dice, es reencontrarse por casualidad con la vecina o el primo esfumados el día antes. Todo son miradas bajas. Medias voces. La vergüenza los embarga al no poder recordar como hicieron el camino de vuelta a sus casas. Los pobres incrédulos nada sospechan acerca de los superpoderes de la cafetera. Se creen más bien teletransportados por los beneficios del chinchón que la abuela, muy astuta, solía colocar encima de la mesa, a modo de chivo expiatorio. Digo “solía” porque peores resultaron los efectos sobre los malogrados que osaban echarle unas gotas de la botella al café. Como la abuela no es una desalmada, ha optado por esconderla a las visitas. Ya que es bien sabido que, en esos casos, el GPS de la cafetera fallaba y raramente se esfumaban a sus casas.  De esa imprecisión en la latitud da buena cuenta la tía Rita que, por echarle un buen chorro al café, apareció en Tenerife. ­­Claro que el daño no siempre es proporcional al grado de inclinación de la botella de chinchón sobre el café. Si no que se lo digan a la tía Asunción que, con una ligera desviación de la botella, y en consecuencia de latitud, fue a parar a la casa del vecino. La mala suerte quiso que éste acabase de salir de la ducha y que en ese momento entrase su mujer por la puerta encontrándose al marido ataviado con una toalla en compañía de la vecina…

Chantaje emocional



Antes de abrir la puerta que da a la calle, el sillón orejero le suplicó que se sentase. Las cortinas, menos pacientes, se cerraron de golpe instalando la penumbra en el salón. Asido a su bastón, avanzó a tientas hacia la salida. De poco le sirvió a la moqueta fruncirse y hacer la zancadilla. Fue el aparador, más astuto, quien lanzó la foto de aquella dama directamente a sus pies. Las lágrimas sobre la moqueta alertaron al pomo de la puerta. Se dijo que tampoco hoy nadie le pondría una mano encima.     

La Despedida



Las tres, curiosas, deciden venir por primera vez al antro del final de la calle. Divisan a lo lejos las luces de neón y un porche de madera, extraña combinación.  Notas de country se mezclan con el humo de los que prefieren fumar fuera. En esa perfecta intimidad, resultado de la conjunción de un cielo estrellado de verano en un callejón sin salida.  Ya en la entrada el cowboy se lleva la mano al sombrero en un gesto mecánico. Las tres le sonríen nada más verlo. Él también les dirige una flamante sonrisa de neón. De esas que se gravan en el subconsciente y se repiten luego en bucle si se tiene la osadía de dormir con unas copas de más. ¡Pero qué importa! Porque hoy se acaba el mundo. Y la noche se bebe en chupitos. A la salud de la casi-novia.

Las tres se acomodan en el interior en torno a una mesa redonda. Muy juntas. Tanto, que los objetos fálicos que coronan sus cabezas casi se tocan.
Tres de Tequilapide la casada. La que se bebe una cerveza a solas cada noche. Quizás porque su alianza le oprime el dedo anular desde hace algún tiempo. Pilar.  

“¡A la futura novia!” Risas y brindis. 

En la pista de baile una rubia se contonea ajena a todo ritmo. En cada movimiento la falda cinturón va perdiendo terreno y los moscardones, atraídos, zumban a su alrededor.  Ellas también quieren bailar. Y ya de paso que las miren.  Como la casada, que desde hace un rato me dirige miradas furtivas.

Suena Johnny Cash.

La pista se va llenando y la casi-novia baila, grita y salta ahora entre la multitud. Se diría que poseída por el ritual que precede a la guerra. La de los 40 años de felicidad conyugal. La que la aun casada no pudo conquistar. Por eso mira a la puerta entreabierta que nos separa.  Se resiste a venir y pega un sorbo al tequila. Podría ser que para fingir que no existo o para armarse de valor. No tardo en descubrir que es lo segundo. 

“Un selfie las tres juntas” Risas y el solemne juramento de amistad forever

Luego la pista, las luces y esos pocos metros que nos separan se antojan insoportables. Corre hacia mí. Una de sus amigas atrapa su brazo. Pero ella prefiere lo desconocido. Entra en el servicio y estamos solos. Esboza una ligera sonrisa cuando me mira. El típico rictus que procede al llanto. Podría haber elegido a cualquier otro entre tantos servicios de tantos locales nocturnos. Pero me eligió a mí y no dejo de preguntarme si será porque yo, al igual que ella, también estoy roto. Entre sollozos escucho su voz.

      Juan, quiero el divorcio.

Y su mano se posa por unos instantes en mi superficie fría.

Inocencia


Mamá dice que Bruno se fue al cielo. Y el abuelo señala hacia arriba con el dedo índice que tiembla mientras se seca los ojos. Pero yo no me lo creo. Su nave espacial está en un rincón del jardín, junto a su casita y los demás juguetes. ¿Cómo si no iba a llegar al cielo sin ella? Imposible. Por eso me he puesto a atar cabos hasta dar en el clavo. Porque sólo había algo que nos hacía a los dos cagarnos de miedo aún más que los relámpagos o las abducciones extraterrestres. Era la silueta imaginaria de ese hombre encorvado del que el abuelo y mamá tanto hablaban. “Se lleva a los que andan solos por la calle” nos advirtió un día el abuelo al llegar más tarde de la hora. Y es eso lo que estoy a punto de hacer esta noche, embutido en mi ridículo disfraz de esqueleto. Es parte de mi plan para traerle a casa.
Le he dicho a mis amigos que iba a mear, que ya los alcanzaría. De eso ya hace un rato. Ahora camino solo, alejado del repicar de los caramelos en las bocas y la explosión de las risas de otros, cuya única preocupación es darle un susto de muerte al vecino. La noche se ha puesto fría y lluviosa, como en los cuentos de miedo. He vaciado los bolsillos de esas estúpidas chucherías para llenarlo de piedras. Nunca se sabe. Camino con paso de soldado, pero sin rumbo fijo. Sin querer me dirijo a la fuente, en medio de la plaza, donde siempre jugamos y que ahora está vacía. Me siento en los escalones que me elevan a unos dos metros del suelo, coronando la plaza. ¿y ahora qué? Silencio. Sólo interrumpido por el viento que sopla susurrándome al oído, como haría mamá, que me marche. Y la Oscuridad acallada por la luz amarillenta de cuatro farolas. De pronto el grito de una sombra emborrona la estampa de la plaza. Me remuevo inquieto. Me levanto. Trato en vano de esconderme. Pero ya me ha visto y viene hacia mí. La luz va poco a poco dejando atrás su sombra: la de un hombre encorvado que porta un pesado fardo y se apoya en su bastón. Mi pulso se acelera. Quiero echar a correr, pero como sucede en mis sueños, mis piernas no responden. Mi mano derecha se cuela en el bolsillo y agarra una piedra. Sigue acercándose a golpe de bastón y ya distingo su rostro decrépito enmarcado por una espesa barba blanca. De pronto se detiene a mitad de camino, y a mi se me corta la respiración. Deposita el saco en el suelo con el cuidado de quien transporta un ser viviente. Luego levanta la cabeza y me lanza una amplia sonrisa de joker. Siento que se me hiela la sangre. Aún así saco fuerzas para ejecutar el plan y cumplir así mi misión. “¿Dónde está Bruno?” grito desafiante. Silencio. El viejo no responde, en su lugar abre el saco y por unos instantes sus largas uñas acarician el contenido ante mi estupefacción. Luego agarra un puñado en sus grandes manos y me ofrece dicho contenido: “¿quieres castañas, chico?”. Avanzo hacia él aun creyendo ser víctima de una trampa. Pero sus castañas resultan ser reales. Siento alivio y desilusión. Me despido de él y vacío las piedras de los bolsillos por el camino.

De vuelta a casa pregunto una vez más donde está Bruno. Entonces mamá me abraza muy fuerte y me confiesa que los perros no van al cielo.





NACIMIENTO DE UN BEST SELLER



Sucedió durante uno de mis paseos vespertinos de un domingo cualquiera.  De la misma forma que un alma solitaria de avanzada edad que saca a pasear sus anhelos del pasado. Sin el empuje que da la juventud si no ese otro de su chihuahua persiguiendo a las gaviotas. Así me dejé conducir yo por vía Esperanza. Sufría el efecto que produce haber abortado dos de mis prometedores cuentos aquella misma mañana. Paparruchas existenciales, como diría mi editor. Procedí entonces a la aniquilación de la obra con el mismo ensañamiento que nos hace arrancar de un tirón el papel pared pasado de moda. Y con esas me eché a la calle.

Mientras paseaba mi duelo literario, la providencia me brindó la posibilidad de dejarme atropellar por los aires despechados de un Smart negro. Salté a tiempo al otro extremo de la carretera. Cuerpo a tierra esperé en vano que el motor se detuviera y quizá una mano amiga que me ayudase. Pero todo siguió su curso normal. El vehículo no se detuvo hasta doblar la esquina. Me levanté como pude y aún a tiempo de ver salir del mismo la fugaz silueta de unos tacones rojos. Sus pasos se perdieron en el interior de un chalet.

Me quedé patidifuso. Atrás quedó mi frustración de escritorcillo de tres al cuarto. Todos mis pensamientos estaban ahora dirigidos a vengar el agravio sufrido. Aún así pasaría un buen rato hasta que mi cuerpo se rindiese a las fuerzas de atracción que dirigen siempre nuestros pasos al lugar menos indicado.
El timbre sonó cuatro veces, pero la puerta no se abrió hasta pasados diez largos minutos. Frente a mí apareció un hombre muy distinguido de mediana edad. Luego supe que se llamaba Agustín Prada y que era cantante de ópera.

- Buenas tardes. Siento molestarle- dije con fingida amabilidad- ¿podría hablar con la propietaria del coche?- proseguí mientras señalaba al Smart negro aparcado justo en frente.

-  Aquí dentro solo estoy yo ¿Sucede algo? - dijo el aún desconocido.

Dudé por un momento. Lo que me llevó a repasar mentalmente la secuencia de sucesos que me habían traído hasta allí. Esperaba que en ése preciso instante, mi distinguido interlocutor se diese cuenta de su despiste de no saber quién cohabita bajo su mismo techo y llamase a viva voz a su esposa, hija, hermana o quien quiera que fuese la barbie terrorista.

-  Aparca algunas veces aquí pero no la conozco–titubeó en cambio– quizá sea alguien que visita la residencia de ancianos–dijo señalando en frente.

Miré al mentiroso detenidamente. Sólo en ese momento reparé realmente en su apariencia física. No hablo de su aspecto general que a primera vista era de lo más normal si no de ciertos detalles. Los mismos que escaparon a mis ojos en un primer momento y ahora se me antojaban de lo más siniestro: su camisa parecía haber sufrido un ataque epiléptico haciendo desdoblarse el cuello y dispararse el tercer botón, su cuello enrojecido escondía un arañazo y la mano derecha se posaba tratando quizás de ocultar el vendaje de la mano izquierda.

Todas esas evidencias golpearon mi imaginario de escritor de novela negra siempre oculto bajo un halo existencial de medias verdades y eternas preguntas sin respuesta. Sufrí en ese momento una especie de revelación. Pude resolver el misterio de los 10 minutos transcurridos desde el sonido del timbre. Comprendí que no le habían bastado para ocultar su crimen.

-  Bien, preguntaré allí– dije refiriéndome a la residencia de ancianos– ¿Podría utilizar su servicio? – pregunté fingiendo un gesto de incontinencia.

Una mueca de disgusto mal disimulada me señaló la tercera puerta a la derecha. Una vez echado el pestillo interrogué inútilmente a los azulejos. Lejos de confirmar mi teoría, resultaron ser de un blanco impoluto. Luego me escabullí al cuarto de en frente que resultó ser una sala de estar. Un simple vistazo no me llamó la atención. Seguí caminando hasta tropezar con el escandaloso color sangre de un único zapato de tacón. Abandonado y semioculto. Parecía delatar con su sola presencia. Sentí un escalofrío al pensar que uno de los dos, el zapato o yo, no debería encontrarse allí. Mis manos se revolvieron en busca de mi teléfono. Pero ya era demasiado tarde. El tenor me atacó por la espalda.  Sus últimas palabras cantaban “maldito paparazzi”, al tiempo que destrozaba mi celular. Solo unos segundos antes de desplomarme vi aparecer en escena a la tercera en discordia. Iba ataviada exclusivamente con una toalla de baño. Tuve tiempo de esbozar una sonrisa por el descubrimiento que supuse, extra conyugal. Luego mi consciencia me traicionó a causa de un golpe certero.

Por ahora seguiré en el hospital unos días. Le he pedido a mi editor que me ponga las óperas de Agustín. Me ayudan a concentrarme mientras discurro la forma más original de matar literariamente a la mujer de tacones rojos.
Y mi editor sonríe el muy jodido.