La infancia más tierna
olía a polvos de talco. Ese olor tan particular a limpieza, a blanco
y amor de madre tenía un efecto calmante sobre los bebés, a menudo
atormentados de sentirse extranjeros en un mundo extrauterino. Polvos
mágicos contra las rozaduras del cuerpo y del alma. En nuestra casa,
sin ir más lejos, eran de primerísima calidad, traídos en saquitos
desde la ciudad de Mimosa a lomos del gato persa Talcolín. Venía la
víspera del domingo para que pudiéramos ir a misa libres de pecado y
rozadura. Algunas mamás negligentes, en cambio, utilizaban esos
otros polvos, menos efectivos, procedentes de los grandes almacenes
donde su olor más puro se contamina de alcohol, lejía y
limpiacristales. El resultado eran esos bebés llorones que sin
motivo alguno interrumpían el sermón del padre.
Nací tarde y por ello me
perdí los 80. Era muy pequeña para admirar las chaquetas con
hombreras, los cardados y todo ese festival de colores: amarillo,
rojo, rosa y azul hermanados, por primera vez, en la carátula de
unos leggings. Todo eso pasaba por la tele y yo apenas lo recuerdo.
Cuando comencé a sintonizar los canales yo misma, ya era tarde. El
declive de los noventa. Así que se podría decir que sufro la
amnesia del domingo por la mañana tras la movida. ¿Y qué
decir de la movida? Todo un misterio. El de la santísima
trinidad de un sábado-noche, compuesto por: vaso de tubo, líquido
transparente y colilla nadando. Vestigios de la fiesta en el rellano
de un bar cualquiera un domingo de resaca a la espera de que una niña
se fije en ellos “¿Mamá, que tiene el vaso?” “Agua, hija”
Diez mililitros de hielo fundido que se fijaron en mi imaginario como
un elixir de risas y colores. Diez años después soy yo quien se
bebe un gin tonic pero el ritmo de la pista de baile, monocromática,
me invita a marcharme. El sábado siguiente entro en un bar cuya
decoración es una burda imitación de los 80. Me pido algo en la
barra y el barman me pregunta si quiero un pase al TTT. “¿El
qué?” “El Túnel de Teletransportación del Tiempo, esta noche
es gratis” me dice.
No era el repique de
campanas anunciando la misa del domingo lo que lo despertaba. No. Era
un ruido más desagradable el que lo hacía hundir su cabeza bajo la
almohada. El latido de una mole amenazante que iba en aumento según
doblaba la esquina para luego desbocarse al alcanzar la ventana del
cuarto. En palabras de mi hermano, era como si el tractor de don
Genaro pudiese traspasar el muro de papel y circular a través del
conducto auditivo hasta reventarle el tímpano a las 8 de la mañana,
cada domingo. La última vez que don Genaro le arrebató el sueño
fue precisamente el día de su cumpleaños. Aquel domingo se acostó
de madrugada aunque lo suficientemente temprano para que el tractor
irrumpiese por sorpresa en plena vigilia. Como otras veces, parece
ser que hundió su cabeza bajo la almohada, salvo que ésta vez todo
su cuerpo fue engullido por el colchón. Tiempo después nos contaría
que aquello era un agujero negro, pero de color blanco. Lo cierto es
que cuando el colchón lo vomitó, a las cinco de la tarde, se
escuchó un ruido atronador en toda la casa. Mi hermano se presentó
en el salón, un poco aturdido.“ ¿Te ha gustado el colchón nuevo,
hijo? Feliz cumpleaños”
Todo eso se lo cuento a
esos dos seres extraños que me miran en la puerta del After.
No estoy segura que les interese mi historia, pero uno de ellos saca
del bolsillo un polvillo blanco e insiste en que lo pruebe “Lo ha
traído Talcolín” me dice muy serio antes de que su mandíbula
inquieta se abra del todo en una carcajada de lo más siniestra.
Miro el reloj, son las 7. Calculo que si cojo ahora el TTT, llegaré
al 2000 a tiempo de zambullirme en las entrañas del colchón vacío
de mi hermano antes de que el tractor de don Genaro me despierte.