Inocencia


Mamá dice que Bruno se fue al cielo. Y el abuelo señala hacia arriba con el dedo índice que tiembla mientras se seca los ojos. Pero yo no me lo creo. Su nave espacial está en un rincón del jardín, junto a su casita y los demás juguetes. ¿Cómo si no iba a llegar al cielo sin ella? Imposible. Por eso me he puesto a atar cabos hasta dar en el clavo. Porque sólo había algo que nos hacía a los dos cagarnos de miedo aún más que los relámpagos o las abducciones extraterrestres. Era la silueta imaginaria de ese hombre encorvado del que el abuelo y mamá tanto hablaban. “Se lleva a los que andan solos por la calle” nos advirtió un día el abuelo al llegar más tarde de la hora. Y es eso lo que estoy a punto de hacer esta noche, embutido en mi ridículo disfraz de esqueleto. Es parte de mi plan para traerle a casa.
Le he dicho a mis amigos que iba a mear, que ya los alcanzaría. De eso ya hace un rato. Ahora camino solo, alejado del repicar de los caramelos en las bocas y la explosión de las risas de otros, cuya única preocupación es darle un susto de muerte al vecino. La noche se ha puesto fría y lluviosa, como en los cuentos de miedo. He vaciado los bolsillos de esas estúpidas chucherías para llenarlo de piedras. Nunca se sabe. Camino con paso de soldado, pero sin rumbo fijo. Sin querer me dirijo a la fuente, en medio de la plaza, donde siempre jugamos y que ahora está vacía. Me siento en los escalones que me elevan a unos dos metros del suelo, coronando la plaza. ¿y ahora qué? Silencio. Sólo interrumpido por el viento que sopla susurrándome al oído, como haría mamá, que me marche. Y la Oscuridad acallada por la luz amarillenta de cuatro farolas. De pronto el grito de una sombra emborrona la estampa de la plaza. Me remuevo inquieto. Me levanto. Trato en vano de esconderme. Pero ya me ha visto y viene hacia mí. La luz va poco a poco dejando atrás su sombra: la de un hombre encorvado que porta un pesado fardo y se apoya en su bastón. Mi pulso se acelera. Quiero echar a correr, pero como sucede en mis sueños, mis piernas no responden. Mi mano derecha se cuela en el bolsillo y agarra una piedra. Sigue acercándose a golpe de bastón y ya distingo su rostro decrépito enmarcado por una espesa barba blanca. De pronto se detiene a mitad de camino, y a mi se me corta la respiración. Deposita el saco en el suelo con el cuidado de quien transporta un ser viviente. Luego levanta la cabeza y me lanza una amplia sonrisa de joker. Siento que se me hiela la sangre. Aún así saco fuerzas para ejecutar el plan y cumplir así mi misión. “¿Dónde está Bruno?” grito desafiante. Silencio. El viejo no responde, en su lugar abre el saco y por unos instantes sus largas uñas acarician el contenido ante mi estupefacción. Luego agarra un puñado en sus grandes manos y me ofrece dicho contenido: “¿quieres castañas, chico?”. Avanzo hacia él aun creyendo ser víctima de una trampa. Pero sus castañas resultan ser reales. Siento alivio y desilusión. Me despido de él y vacío las piedras de los bolsillos por el camino.

De vuelta a casa pregunto una vez más donde está Bruno. Entonces mamá me abraza muy fuerte y me confiesa que los perros no van al cielo.





NACIMIENTO DE UN BEST SELLER



Sucedió durante uno de mis paseos vespertinos de un domingo cualquiera.  De la misma forma que un alma solitaria de avanzada edad que saca a pasear sus anhelos del pasado. Sin el empuje que da la juventud si no ese otro de su chihuahua persiguiendo a las gaviotas. Así me dejé conducir yo por vía Esperanza. Sufría el efecto que produce haber abortado dos de mis prometedores cuentos aquella misma mañana. Paparruchas existenciales, como diría mi editor. Procedí entonces a la aniquilación de la obra con el mismo ensañamiento que nos hace arrancar de un tirón el papel pared pasado de moda. Y con esas me eché a la calle.

Mientras paseaba mi duelo literario, la providencia me brindó la posibilidad de dejarme atropellar por los aires despechados de un Smart negro. Salté a tiempo al otro extremo de la carretera. Cuerpo a tierra esperé en vano que el motor se detuviera y quizá una mano amiga que me ayudase. Pero todo siguió su curso normal. El vehículo no se detuvo hasta doblar la esquina. Me levanté como pude y aún a tiempo de ver salir del mismo la fugaz silueta de unos tacones rojos. Sus pasos se perdieron en el interior de un chalet.

Me quedé patidifuso. Atrás quedó mi frustración de escritorcillo de tres al cuarto. Todos mis pensamientos estaban ahora dirigidos a vengar el agravio sufrido. Aún así pasaría un buen rato hasta que mi cuerpo se rindiese a las fuerzas de atracción que dirigen siempre nuestros pasos al lugar menos indicado.
El timbre sonó cuatro veces, pero la puerta no se abrió hasta pasados diez largos minutos. Frente a mí apareció un hombre muy distinguido de mediana edad. Luego supe que se llamaba Agustín Prada y que era cantante de ópera.

- Buenas tardes. Siento molestarle- dije con fingida amabilidad- ¿podría hablar con la propietaria del coche?- proseguí mientras señalaba al Smart negro aparcado justo en frente.

-  Aquí dentro solo estoy yo ¿Sucede algo? - dijo el aún desconocido.

Dudé por un momento. Lo que me llevó a repasar mentalmente la secuencia de sucesos que me habían traído hasta allí. Esperaba que en ése preciso instante, mi distinguido interlocutor se diese cuenta de su despiste de no saber quién cohabita bajo su mismo techo y llamase a viva voz a su esposa, hija, hermana o quien quiera que fuese la barbie terrorista.

-  Aparca algunas veces aquí pero no la conozco–titubeó en cambio– quizá sea alguien que visita la residencia de ancianos–dijo señalando en frente.

Miré al mentiroso detenidamente. Sólo en ese momento reparé realmente en su apariencia física. No hablo de su aspecto general que a primera vista era de lo más normal si no de ciertos detalles. Los mismos que escaparon a mis ojos en un primer momento y ahora se me antojaban de lo más siniestro: su camisa parecía haber sufrido un ataque epiléptico haciendo desdoblarse el cuello y dispararse el tercer botón, su cuello enrojecido escondía un arañazo y la mano derecha se posaba tratando quizás de ocultar el vendaje de la mano izquierda.

Todas esas evidencias golpearon mi imaginario de escritor de novela negra siempre oculto bajo un halo existencial de medias verdades y eternas preguntas sin respuesta. Sufrí en ese momento una especie de revelación. Pude resolver el misterio de los 10 minutos transcurridos desde el sonido del timbre. Comprendí que no le habían bastado para ocultar su crimen.

-  Bien, preguntaré allí– dije refiriéndome a la residencia de ancianos– ¿Podría utilizar su servicio? – pregunté fingiendo un gesto de incontinencia.

Una mueca de disgusto mal disimulada me señaló la tercera puerta a la derecha. Una vez echado el pestillo interrogué inútilmente a los azulejos. Lejos de confirmar mi teoría, resultaron ser de un blanco impoluto. Luego me escabullí al cuarto de en frente que resultó ser una sala de estar. Un simple vistazo no me llamó la atención. Seguí caminando hasta tropezar con el escandaloso color sangre de un único zapato de tacón. Abandonado y semioculto. Parecía delatar con su sola presencia. Sentí un escalofrío al pensar que uno de los dos, el zapato o yo, no debería encontrarse allí. Mis manos se revolvieron en busca de mi teléfono. Pero ya era demasiado tarde. El tenor me atacó por la espalda.  Sus últimas palabras cantaban “maldito paparazzi”, al tiempo que destrozaba mi celular. Solo unos segundos antes de desplomarme vi aparecer en escena a la tercera en discordia. Iba ataviada exclusivamente con una toalla de baño. Tuve tiempo de esbozar una sonrisa por el descubrimiento que supuse, extra conyugal. Luego mi consciencia me traicionó a causa de un golpe certero.

Por ahora seguiré en el hospital unos días. Le he pedido a mi editor que me ponga las óperas de Agustín. Me ayudan a concentrarme mientras discurro la forma más original de matar literariamente a la mujer de tacones rojos.
Y mi editor sonríe el muy jodido.