Domingos sin sentido





La infancia más tierna olía a polvos de talco. Ese olor tan particular a limpieza, a blanco y amor de madre tenía un efecto calmante sobre los bebés, a menudo atormentados de sentirse extranjeros en un mundo extrauterino. Polvos mágicos contra las rozaduras del cuerpo y del alma. En nuestra casa, sin ir más lejos, eran de primerísima calidad, traídos en saquitos desde la ciudad de Mimosa a lomos del gato persa Talcolín. Venía la víspera del domingo para que pudiéramos ir a misa libres de pecado y rozadura. Algunas mamás negligentes, en cambio, utilizaban esos otros polvos, menos efectivos, procedentes de los grandes almacenes donde su olor más puro se contamina de alcohol, lejía y limpiacristales. El resultado eran esos bebés llorones que sin motivo alguno interrumpían el sermón del padre.

Nací tarde y por ello me perdí los 80. Era muy pequeña para admirar las chaquetas con hombreras, los cardados y todo ese festival de colores: amarillo, rojo, rosa y azul hermanados, por primera vez, en la carátula de unos leggings. Todo eso pasaba por la tele y yo apenas lo recuerdo. Cuando comencé a sintonizar los canales yo misma, ya era tarde. El declive de los noventa. Así que se podría decir que sufro la amnesia del domingo por la mañana tras la movida. ¿Y qué decir de la movida? Todo un misterio. El de la santísima trinidad de un sábado-noche, compuesto por: vaso de tubo, líquido transparente y colilla nadando. Vestigios de la fiesta en el rellano de un bar cualquiera un domingo de resaca a la espera de que una niña se fije en ellos “¿Mamá, que tiene el vaso?” “Agua, hija” Diez mililitros de hielo fundido que se fijaron en mi imaginario como un elixir de risas y colores. Diez años después soy yo quien se bebe un gin tonic pero el ritmo de la pista de baile, monocromática, me invita a marcharme. El sábado siguiente entro en un bar cuya decoración es una burda imitación de los 80. Me pido algo en la barra y el barman me pregunta si quiero un pase al TTT. “¿El qué?” “El Túnel de Teletransportación del Tiempo, esta noche es gratis” me dice.

No era el repique de campanas anunciando la misa del domingo lo que lo despertaba. No. Era un ruido más desagradable el que lo hacía hundir su cabeza bajo la almohada. El latido de una mole amenazante que iba en aumento según doblaba la esquina para luego desbocarse al alcanzar la ventana del cuarto. En palabras de mi hermano, era como si el tractor de don Genaro pudiese traspasar el muro de papel y circular a través del conducto auditivo hasta reventarle el tímpano a las 8 de la mañana, cada domingo. La última vez que don Genaro le arrebató el sueño fue precisamente el día de su cumpleaños. Aquel domingo se acostó de madrugada aunque lo suficientemente temprano para que el tractor irrumpiese por sorpresa en plena vigilia. Como otras veces, parece ser que hundió su cabeza bajo la almohada, salvo que ésta vez todo su cuerpo fue engullido por el colchón. Tiempo después nos contaría que aquello era un agujero negro, pero de color blanco. Lo cierto es que cuando el colchón lo vomitó, a las cinco de la tarde, se escuchó un ruido atronador en toda la casa. Mi hermano se presentó en el salón, un poco aturdido.“ ¿Te ha gustado el colchón nuevo, hijo? Feliz cumpleaños”

Todo eso se lo cuento a esos dos seres extraños que me miran en la puerta del After. No estoy segura que les interese mi historia, pero uno de ellos saca del bolsillo un polvillo blanco e insiste en que lo pruebe “Lo ha traído Talcolín” me dice muy serio antes de que su mandíbula inquieta se abra del todo en una carcajada de lo más siniestra. Miro el reloj, son las 7. Calculo que si cojo ahora el TTT, llegaré al 2000 a tiempo de zambullirme en las entrañas del colchón vacío de mi hermano antes de que el tractor de don Genaro me despierte.



Cuando desaparecí y otras historias




Paquita, radio mocho

Dígame señora ¿de qué conoce usted al desaparecido?
¿Gabriel? Pues claro hombre, son ya cuatro años que una pasa el mocho en ese cochino internao
Hábleme de él
Paquita enciende un cigarro y se acomoda en el asiento. Enfrente, el inspector la mira distraído fijándose en los restos de esmalte rosa de sus uñas, casi borradas.
El canijo ultimamente tenía mu malas pulgas—añade muy seria—buenos sopapos le ha dao el padre Casiano, noniná.. pero éste el demonio lo tenía metío bien aentro.
¿Qué quiere decir?
Pue eso, sataná
El silencio general en la comisaría hace que algunos rostros, curiosos, se vuelvan hacia la mujer.
Explíquese
Fijese que la víspera de desaparecer el muchacho se retorsía tirao en el piso. A grito pelao y como un poseío, como la niña del exorsista, igualito. Eso no me lo he inventao yo, ¿sabe usted? lo vió toquisqui.
¿Se refiere al suceso de la sacristía?
¡Verdá! Yo misma lo he visto con estos ojos. Estaba el padre Rafael con el muchacho, dándole el catecismo.
¿Y usted, también estaba allí presente?
Yo andaba arreglando unas flores en la capilla cuando escuché el griterío. El padre Casiano y los muchachos llegaron antes. Parese que la puerta no se abría, que estaba atrancá.
¿Con llave?
Que sé yo... cuando llegué ya me econtré la puerta abierta y al niño retorsío en el piso, a lágrima viva.
¿Y cuando fue la última vez que le vió?
El mismo día que desapareció, por la mañana. Coloraíto se puso cuando me dio el poema— busca a tientas en el interior de su bolso y extrae una hoja de papel—échele un ojo y verá que arte.


El Arcángel Gabriel

—¡Hola miarma! ¿Qué traes ahí escondío?
Gabriel enrojece hasta las orejas y le tiende una hoja de papel plegada en dos.
¡Un poema! Gabriel tú sabes que nunca a esta servidora le han dedicao uno. ¡Tú eres el primero!
Dejame ver...

Dulce arcángel caídoPaquita,
mecidoa entre mis brazos,
para éxtasis de mis sentidos
que no entienden de pecado

Por la noche un alma trémulaPaquita,
se quiebra bajo mi sábana
y el llanto no disimula,
si no sueña con su hada

Dulce arcángel prisioneroPaquita,
sueñas con fugarte al alba
e imploras al carcelero
que te devuelva las alas


—Es mu lindo. Pero éste no lo has escrito tú, ¿verdá?
Sí, claro. Dedicado en exclusiva a ti ¿no ves que pone Paquita en tres sitios?
—¡Ah sí, es verdá qué tonta que soy!rie disimulando—yo también tengo algo para tí ¡toma ésto!—dice, enseñándole un envoltorio—te he comprado unos cromos, como ayer llorabas tanto...
El niño le devuelve una mirada triste y se aleja cabizbajo al tiempo que desembala dos cromos.
Gracias Paquita—le grita ya a lo lejos.

¡Maradona repetido!

¡¿Dos veces Maradona?! Ni de coña
¡Os lo juro! Justo quedaramos hoy en el recreo para hacer el intercambio. Uno de sus Maradonas por dos de los míos—dice Lolo.
¡sshhhh!
Todos guardan silencio y se miran en la oscuridad del cuarto sólo interrumpida por la ténue luz de las cinco linternas.
¿jurais que lo que aquí se diga será secreto?—susurra Lolo, el cabecilla.
Sí, mi comandante—todos a la vez
El caso es que Gabi no vino al intercambio—añade Lolo— fui a preguntarle a Paquita, la radiomocho y me ha dicho que está desaparecido.
Pobre Gabi...—solloza Manu
¡No gimas marica!—le interrumpe el cabecilla—¡los soldados no lloran!¿qué hacen los soldados?
¡Luchan!—todos a la vez
Igual había que ir a la policía...
¡sshhhh!


Paquita Holmes

¡Vaya! Lo siento por usted...todo un fiasco sentimental el suyo.
¡Menos guasa, inspector! Yo de poemas no entiendo ná pero ése ya lo había visto en otra parte, en el escritorio de alguien, estaba yo pasando el mocho...
¿Con que fisgoneando en la propiedad ajena?
Estaba el cajón medio abierto y andaba una con la mosca detrás de la oreja...
Soy todo oídos
Había un cromo, de esos que coleccionan los muchachos, bien podría ser el que yo le regalé a Gabi. Me pareció raro que lo tuviese el padre Rafael.
El inspector se agita nervioso en su silla, se levanta y camina hacia la ventana como intentando recordar algo que alguien le dijo. Al fin se para frente a la mujer.
Acerca del cromo...sólo dígame una cosa, ¿era Maradona?



¡Trato hecho!

¡Gabi! ¿qué haces ahí escondido? ¡Te estuve esperando en el recreo!dice Lolo mientras sostiene la puerta de su armario¿Has traído a Maradona?
El niño que está dentro del armario lo mira inexpresivo.
¿Sabes que todos te están buscando? Y la policía se ha llevado al padre cochino...dice mientras saca dos cromos del bolsillote lo cambio por Butragueño y Michel ¿qué me dices?
El niño lo mira y esboza una tímida sonrisa.
Ya puedes hablar Gabi, él no te oye....


Hay un gallego en la luna




Se sabe que la nave espacial Centolo llegó a la luna según lo previsto. En razón de los recortes motivados por la crisis económica y al tratarse de una misión bien conocida, la NASA envió a un sólo hombre. El viaje de ida supuso todo un récord de lanzamiento a una velocidad de 40600km/h desde una orbita a 600Km de altura para que un pobre diablo gallego llegase a la luna en tan sólo 24h.

El transmisor de radiofrecuencia llevó el mensaje de “Houston, alunizaje completado” al Capcom.

A las 21:37h del mismo día el Capcom reactivó el radiotransmisor.

“Aquí Houston, ¿me recibe?”

Silencio.

“¡Maldita radio de los chinos!” fue la cantinela del único tripulante de Centolo en sus primeras horas. Una vez que se extinguió la rabia, se dijo que si había podido hacer la ida sólo, la vuelta sería pan comido. Pensó que le vendría bien echar un trago. A fin de cuentas, poco le importaba la ley seca del Manual espacial, sobre todo cuando los cabrones de recursos humanos lo habían mandado solo. “Solo y con una radio de mierda, ¡manda carallo!”. Abrió un compartimento y extrajo una botella. El cierre cedió y algunas gotas de licor café flotaron en el aire. La estampa le puso de buen humor. Comenzó a imitar la boca de un pez que atrapa pequeñas gotas. Pegando mordisquitos éstas se dividieron en subgotas más pequeñas. La nave se estaba poniendo perdida, hasta que el tiburón abrió sus fauces y deboró cada átomo del preciado licor. Cuando le entró el hipo juzgó que aquello era una vergüenza y ya eran horas de meterse al trabajo. Así es que se introdujo en la escafandra y abandonó Centolo haciendo eses. 

No es que a él lo de las rocas le interesase mucho, él era más de buscar vidas extraterrestres. Mientras tanto se conformaba con meter pedrolos grises, marrones y verdes en un saco. Luego ya otros escribirían sobre la Troctolita o la Anortosita con un 90.04% de plagioclasa, 5.31% de piroxeno y bla bla bla... otro informe-somnífero para los de arriba. “¿Sería peor escribir uno de esos o el Manual espacial?”, se preguntó mientras dirigía sus pasos hacia la colina con forma de nariz. Pero nada era peor que el Manual espacial, “Material para limpiarse el culo”, pensó. Y no le dio tiempo a más ya que una corriente lo aspiró nariz adentro.

La luna estornudó y él se cayó de culo, era su hipótesis más probable. Aunque por supuesto no vio nada. El seguía en el mismo sitio que antes de.... “¿la corriente de aire? ¡No, imposible!”, se dijo. Aunque no podía evitar interrogarse sobre los puntos suspensivos. Se levantó del suelo. Aún tenía el mismo saco lleno de pedrolos grises, marrones y verdes. ¿Todo seguía igual? “Definitivamente no”, pensó. Su hipo se había transformado en un intenso dolor en el trasero, como si se hubiera roto el coxis. 

(escuchó risas)

—Cosquillas, cosquillas...—tarareó una voz femenina— Me hace estornudar y claro...¡ por poco lo mando a usted a Ferrol sin necesidad de nave!

“¿Voces? Será el licor café....”, se dijo. 

—¿Quién anda ahí?— gritó al vacío a través de su casco, como el tonto de turno que habla a su televisor.

—¿Es que le pagan a usted por venir a tocarme, literalmente, las narices? — rio a gusto la voz.

El astronauta gallego se dijo que era hora de pedir cita en el manicomio de Conxo. Aún así hizo caso omiso a la razón y se subió a la alto de la colina con forma de nariz. Desde allí vió su nave y eso lo devolvió la cordura unos instantes, antes de divisar dos cráteres de idéntico tamaño que le miraban fijamente. Giró bruscamente ciento ochenta grados y lo que vió tampoco alentó sus esperanzas: una boca gigante estaba a punto de hablar.

—¿Me ve ahora? Claro que ustedes los humanos no ven nada—se quejó la luna con un tono triste— tan sólo miden, extraen, clasifican....

—¿Cómo sé que es real? —dijo al tiempo que pestañeó dos veces para intentar deshacer la ilusión óptica.

—Quítese el casco y lo sabrá—dijo—no tema, no le dejaré morir—dijo, y acto seguido una corriente de aire salió de su boca.

Así es como el tercer hombre que pisó la luna se quitó el casco en plena misión. Al no haber pruebas gráficas sobre el suceso en cuestión, aparte de la botella vacía de licor café, no se pudo demostrar la presencia de oxígeno. Y si bien otros muchos volvieron en busca de pedrolos grises, marrones y verdes, ninguno volvió a hacerle cosquillas a la luna, ni mucho menos quitarse el casco. La comunidad científica se encargó de que para los anales de la posteridad el tripulante de Centolo fuese recordado como un loco farsante. 

Cuando el malogrado astronauta falleció de viejo pocos sabían de sus incursiones lunares. Aún así, en su Ferrol natal le hicieron un monumento réplica de su cuadro más famoso: una luna con un hombre sentado en su nariz. El monumento fue bautizado como “Un gallego en la luna”.



Carta a Dalila



Sobre si fue el día más feliz de mi vida, yo no diría tal. Tú seguro que te lo imaginaste aderezado con unas notas de violín y mariposas en el estómago. Nada más lejos de la realidad, querida Dalila. Tanto es así que justo antes de conocerla, acababa de vomitar un candado negro feísimo. El número 56 de mi colección. Sucedió una tarde al salir del Grand Palais. No recuerdo bien quien me recomendó aquella exposición sobre el continente africano. El caso es que salí mareado a causa de los síntomas de malaria infantil rondando por mi cabeza. Decidí dar un paseo el tiempo de devolverle a mi rostro su tinte original. Es curioso cómo los recuerdos pueden volver tras años de maceración reconvertidos en sensaciones físicas. Créeme si te digo que te estoy escribiendo esto y aún puedo sentir, como entonces, el característico martilleo en el estómago que precede a un candado. En esas situaciones siempre intento aguantar el tipo y hacer como si nada. Pero has de saber que si bien resulta doloroso expulsarlo, aún más lo es retenerlo contra su voluntad natural de querer ver la luz y oxidarse como un candado normal. Cuando ya no pude aguantar entré en la galería de la calle Haussmann buscando un lavabo. 

Aquel día, ironías del destino, una completa desconocida inauguraba su colección de objetos metálicos mientras yo sentía ya el frío bronce subiendo por mi garganta. Así que ya ves que el contexto no fue precisamente el más romántico. Sobre cómo alumbrar un candado, te diré que no tiene demasiado misterio. Me fui a un rincón e introduje discretamente dos dedos en mi boca. Seguro que estás frunciendo tu cara en una mueca de disgusto, pero has de saber que en esos casos todo transcurre de la manera más limpia. Cuando los saqué traía sujeto por el aro un candado. Su tamaño era idéntico al de sus hermanos, ideal para bloquear un equipaje. Lo coloqué con sumo cuidado encima de la palma de mi mano y me quedé absorto en la contemplación de su aro cromado y el cuerpo color azabache. Me disponía ya a guardar la pieza en el interior de la mochila, con el resto, cuando escuché una voz femenina decir “bonito candado, parece gótico”. 

Quizá al girarme no sonasen violines, pero lo cierto es que me quedé sin palabras. Sólo acerté a depositar al recién nacido en las manos de esa completa desconocida que resultó ser la artista del lugar.  A cambio ella me presentó, entre otros, al gallo Babilonio con su plumaje de cobre y también su obra maestra expuesta en el centro de la sala: el sauce llorón de hierro, tu preferido. Fui el último en abandonar la galería y las semanas posteriores perdí la noción del tiempo aunque sí recuerdo ir cada día con la excusa de conocer todos los detalles de su obra. Mis visitas reiteradas dieron sus frutos cuando nos dimos nuestro primer beso frente al espinazo de la ballena en bronce y también cuando hicimos el amor frente al oso mirón bañado en cobre. 

Poco a poco la galería se convirtió en una especie de hogar para nosotros en el que a menudo pasábamos las tardes sentados a los pies de nuestro sauce llorón. En vísperas de navidad quise yo también enseñarle mi colección. Recuerdo que mis manos temblaban al abrir la mochila y ella risueña y con la delicadeza impropia de quien moldea el hierro fue cogiendo uno a uno los 56 candados y colgándolos en las ramas del llorón. Para cuando hubo terminado, supimos que aquél sería nuestro árbol de navidad.  Imagínate cuan feliz llegué a ser a su lado, que en todo ese tiempo no vomité un solo candado. Si me preguntas cuánto duró no sabría decirte, ya sabes que la precisión temporal es algo espantoso para mí. Sólo sé que todo reventó aquella tarde de lluvia que nos sentamos frente al llorón con una taza de té y ella hizo saltar todo por los aires con la confesión de su embarazo. 

Si bien mi primera reacción fue de alegría, confieso que lo que vino después fue fruto de mi inmadurez. Me angustia pensar en aquellos días en que volví a mi viejo hábito de vomitar candados. Llegué a expulsar uno cada día las primeras semanas, tras conocer la noticia. Ella algo intuía y pese a mostrar su comprensión se volvió fría como sus esculturas al tacto y yo sentía vergüenza de mi mismo. Te mentiría si no te dijese que pensé en abandonarlo todo aquella tarde en que cargué mi mochila con el peso de mi secreto y me fui a orillas del Sena. Pero aquí me tienes. Y por si no lo sabías, fue en el momento del parto cuando vomité mi último candado, el número 82. 

Ése día estreché su mano o quizás ella estrechó la mía y naciste tú, querida Dalila. Nos asustamos porque no llorabas cuando el médico te alzó en sus manos. Luego te entró el hipo y vomitaste una llave, ésa que abría todos mis candados. Tu madre y yo nos miramos y no hicieron falta las palabras.

Dalila: nombre de origen hebreo que significa "la que tiene la llave"

Nunca descartemos el revólver



La estampa en la aldea no está para postales. En la tierra del orballo caen chuzos de punta. La típica banda sonora de una tierra que llora a sus caciques y que, en este caso, teme por la vida de uno de ellos, don Anselmo Miñambres.

El pazo de tan ilustre paciente acoge, ese día, la peregrinación de la casta más rancia del lugar compuesta de caciques, curas y beatas. Se abren los postigos y la comitiva de reptiles se desliza hacia el interior con el beneplácito del mayordomo. Camuflado entre ellos, camina una sombra escondida bajo un gabán largo, un sombrero raído y una evidente cojera. Diríase un forastero, quizá una amistad lejana que ha tomado el tren del tiempo para un feliz reencuentro. Pero el único amigo fiel de Miñambes es su perro labrador y la pena del intruso no es más sincera que la promesa del buen tiempo. La oscuridad y la afluencia, cómplices de lo desconocido, lo invitan a pasar. Y él acepta, incrustado, como una diminuta pieza que se cuela en el intrincado engranaje social. ¿Con qué fin? De su objetivo da buena cuenta el revólver calibre 38 en su bolsillo derecho. Por si las cosas se ponen feas.
El grupo de parásitos, encabezado por el mayordomo abandona la oscuridad de la entrada y penetra en el salón. Apoltronados en el sofá, se disponen a ahogar las penas de un futuro incierto empinando los licores de su bienhechor. En medio de ellos, bajo la luz de la araña que cuelga, se hace más nítida la sombra que porta zapatos viejos, poco acostumbrados a pisar alfombras.

Llegas tarde—le susurra alguien al oído
El sospechoso gira sobre sus talones y se encuentra un whisky con hielo. No lo rechaza.
La mano cómplice que se lo tiende saluda a diestro y siniestro con risa fingida y ademanes de anfitrión.
Bien, vayamos ahora que está dormido—le sugiere mientras se lo lleva lejos de miradas indiscretas.
Yo lo prefiero bien despierto—gruñe tras dar un último sorbo al vaso.
Ambos abandonan el salón y cruzan el pasillo.
No creo que te reconozca después de tantos años.
El anfitrión abandona a su invitado junto al aposento principal. Éste abre la puerta y se topa con los ojos inquisidores de un anciano. Sabe que las presentaciones no son necesarias. Quisiera hacer un discurso cargado de resentimiento, pero el verdugo no tiene don de palabra. Tan sólo le susurra al oído con una delicadeza impropia de él y acto seguido lo manda al infierno. Al terminar deposita el cojín en su sitio y se felicita por no haber tenido que usar el revólver.
                                                        __________________

La banda de caciques, curas de estómagos agradecidos y beatas pagadas como plañideras se encuentra ahora lejos de los salones alfombrados, en el camposanto. Con el muerto a tierra, lloran las viejas con ahínco, no se sabe si por el alma del difunto o el porvenir incierto. La mano cómplice del hijo único y rico heredero recibe el pésame de todos ellos. Terminado el sepelio y con la premisa de “ el muerto al hoyo y el rico al bollo” los ilustres invitados dirigen sus pasos rumbo a la taberna.

El heredero, ya sólo, se dispone también a partir, pero sus pasos tropiezan con el verdugo.
El viejo me reconoció—le dice con una media sonrisa entristecida.
Aquí está lo tuyo —le responde extendiendo un cheque— creo que es mejor que nunca más nos veamos.
¿y... ya está?
¿Qué esperabas? ¿venir a jugar al club los domingos?—ríe el heredero burlón.
Soy bastardo pero no estúpido—escupe— dame el cincuenta por ciento, hermanito.
Tú no eres mi hermano, imbécil.
El cojo hace ademán de marcharse, gira sobre sus talones y saca el arma.
¡No! Herma...


El disparo le hace morder el polvo, o mejor dicho, el lodo. Se apoya en el mármol que cubre la sepultura y consigue levantarse a duras penas. Quiere correr pero tan sólo alcanza a dar dos pasos arrastrando una pierna herida. Su verdugo se fija en la incipiente cojera y estalla en una profusa carcajada.

Ahora si nos parecemos, hermanito —dice, antes de rematarlo con un tiro en la cabeza.

Abandona el lugar mascullando la idea de que nunca se puede descartar el revólver.




La abuela antisocial



Nada molesta más que un invitado que se demora en partir. O uno que se zampa todos los bombones y luego ríe con la boca llena. Eso debe pensar la abuela justo antes de hacerlos desaparecer. Visto y no visto. ¿Qué me dicen de los que llegan por sorpresa? Si son simpáticos quizás puedan conquistar el asiento. Pero ¿Y los que hablan de política? Esos se esfuman de su mesa más rápido que lo que tarda en enfriarse el café. Ni rastro. Salvo por el polvillo que dejan una vez desaparecidos y que la abuela se apresura en barrer hacia una esquina. Lo mejor, dice, es reencontrarse por casualidad con la vecina o el primo esfumados el día antes. Todo son miradas bajas. Medias voces. La vergüenza los embarga al no poder recordar como hicieron el camino de vuelta a sus casas. Los pobres incrédulos nada sospechan acerca de los superpoderes de la cafetera. Se creen más bien teletransportados por los beneficios del chinchón que la abuela, muy astuta, solía colocar encima de la mesa, a modo de chivo expiatorio. Digo “solía” porque peores resultaron los efectos sobre los malogrados que osaban echarle unas gotas de la botella al café. Como la abuela no es una desalmada, ha optado por esconderla a las visitas. Ya que es bien sabido que, en esos casos, el GPS de la cafetera fallaba y raramente se esfumaban a sus casas.  De esa imprecisión en la latitud da buena cuenta la tía Rita que, por echarle un buen chorro al café, apareció en Tenerife. ­­Claro que el daño no siempre es proporcional al grado de inclinación de la botella de chinchón sobre el café. Si no que se lo digan a la tía Asunción que, con una ligera desviación de la botella, y en consecuencia de latitud, fue a parar a la casa del vecino. La mala suerte quiso que éste acabase de salir de la ducha y que en ese momento entrase su mujer por la puerta encontrándose al marido ataviado con una toalla en compañía de la vecina…

Chantaje emocional



Antes de abrir la puerta que da a la calle, el sillón orejero le suplicó que se sentase. Las cortinas, menos pacientes, se cerraron de golpe instalando la penumbra en el salón. Asido a su bastón, avanzó a tientas hacia la salida. De poco le sirvió a la moqueta fruncirse y hacer la zancadilla. Fue el aparador, más astuto, quien lanzó la foto de aquella dama directamente a sus pies. Las lágrimas sobre la moqueta alertaron al pomo de la puerta. Se dijo que tampoco hoy nadie le pondría una mano encima.     

La Despedida



Las tres, curiosas, deciden venir por primera vez al antro del final de la calle. Divisan a lo lejos las luces de neón y un porche de madera, extraña combinación.  Notas de country se mezclan con el humo de los que prefieren fumar fuera. En esa perfecta intimidad, resultado de la conjunción de un cielo estrellado de verano en un callejón sin salida.  Ya en la entrada el cowboy se lleva la mano al sombrero en un gesto mecánico. Las tres le sonríen nada más verlo. Él también les dirige una flamante sonrisa de neón. De esas que se gravan en el subconsciente y se repiten luego en bucle si se tiene la osadía de dormir con unas copas de más. ¡Pero qué importa! Porque hoy se acaba el mundo. Y la noche se bebe en chupitos. A la salud de la casi-novia.

Las tres se acomodan en el interior en torno a una mesa redonda. Muy juntas. Tanto, que los objetos fálicos que coronan sus cabezas casi se tocan.
Tres de Tequilapide la casada. La que se bebe una cerveza a solas cada noche. Quizás porque su alianza le oprime el dedo anular desde hace algún tiempo. Pilar.  

“¡A la futura novia!” Risas y brindis. 

En la pista de baile una rubia se contonea ajena a todo ritmo. En cada movimiento la falda cinturón va perdiendo terreno y los moscardones, atraídos, zumban a su alrededor.  Ellas también quieren bailar. Y ya de paso que las miren.  Como la casada, que desde hace un rato me dirige miradas furtivas.

Suena Johnny Cash.

La pista se va llenando y la casi-novia baila, grita y salta ahora entre la multitud. Se diría que poseída por el ritual que precede a la guerra. La de los 40 años de felicidad conyugal. La que la aun casada no pudo conquistar. Por eso mira a la puerta entreabierta que nos separa.  Se resiste a venir y pega un sorbo al tequila. Podría ser que para fingir que no existo o para armarse de valor. No tardo en descubrir que es lo segundo. 

“Un selfie las tres juntas” Risas y el solemne juramento de amistad forever

Luego la pista, las luces y esos pocos metros que nos separan se antojan insoportables. Corre hacia mí. Una de sus amigas atrapa su brazo. Pero ella prefiere lo desconocido. Entra en el servicio y estamos solos. Esboza una ligera sonrisa cuando me mira. El típico rictus que procede al llanto. Podría haber elegido a cualquier otro entre tantos servicios de tantos locales nocturnos. Pero me eligió a mí y no dejo de preguntarme si será porque yo, al igual que ella, también estoy roto. Entre sollozos escucho su voz.

      Juan, quiero el divorcio.

Y su mano se posa por unos instantes en mi superficie fría.

Inocencia


Mamá dice que Bruno se fue al cielo. Y el abuelo señala hacia arriba con el dedo índice que tiembla mientras se seca los ojos. Pero yo no me lo creo. Su nave espacial está en un rincón del jardín, junto a su casita y los demás juguetes. ¿Cómo si no iba a llegar al cielo sin ella? Imposible. Por eso me he puesto a atar cabos hasta dar en el clavo. Porque sólo había algo que nos hacía a los dos cagarnos de miedo aún más que los relámpagos o las abducciones extraterrestres. Era la silueta imaginaria de ese hombre encorvado del que el abuelo y mamá tanto hablaban. “Se lleva a los que andan solos por la calle” nos advirtió un día el abuelo al llegar más tarde de la hora. Y es eso lo que estoy a punto de hacer esta noche, embutido en mi ridículo disfraz de esqueleto. Es parte de mi plan para traerle a casa.
Le he dicho a mis amigos que iba a mear, que ya los alcanzaría. De eso ya hace un rato. Ahora camino solo, alejado del repicar de los caramelos en las bocas y la explosión de las risas de otros, cuya única preocupación es darle un susto de muerte al vecino. La noche se ha puesto fría y lluviosa, como en los cuentos de miedo. He vaciado los bolsillos de esas estúpidas chucherías para llenarlo de piedras. Nunca se sabe. Camino con paso de soldado, pero sin rumbo fijo. Sin querer me dirijo a la fuente, en medio de la plaza, donde siempre jugamos y que ahora está vacía. Me siento en los escalones que me elevan a unos dos metros del suelo, coronando la plaza. ¿y ahora qué? Silencio. Sólo interrumpido por el viento que sopla susurrándome al oído, como haría mamá, que me marche. Y la Oscuridad acallada por la luz amarillenta de cuatro farolas. De pronto el grito de una sombra emborrona la estampa de la plaza. Me remuevo inquieto. Me levanto. Trato en vano de esconderme. Pero ya me ha visto y viene hacia mí. La luz va poco a poco dejando atrás su sombra: la de un hombre encorvado que porta un pesado fardo y se apoya en su bastón. Mi pulso se acelera. Quiero echar a correr, pero como sucede en mis sueños, mis piernas no responden. Mi mano derecha se cuela en el bolsillo y agarra una piedra. Sigue acercándose a golpe de bastón y ya distingo su rostro decrépito enmarcado por una espesa barba blanca. De pronto se detiene a mitad de camino, y a mi se me corta la respiración. Deposita el saco en el suelo con el cuidado de quien transporta un ser viviente. Luego levanta la cabeza y me lanza una amplia sonrisa de joker. Siento que se me hiela la sangre. Aún así saco fuerzas para ejecutar el plan y cumplir así mi misión. “¿Dónde está Bruno?” grito desafiante. Silencio. El viejo no responde, en su lugar abre el saco y por unos instantes sus largas uñas acarician el contenido ante mi estupefacción. Luego agarra un puñado en sus grandes manos y me ofrece dicho contenido: “¿quieres castañas, chico?”. Avanzo hacia él aun creyendo ser víctima de una trampa. Pero sus castañas resultan ser reales. Siento alivio y desilusión. Me despido de él y vacío las piedras de los bolsillos por el camino.

De vuelta a casa pregunto una vez más donde está Bruno. Entonces mamá me abraza muy fuerte y me confiesa que los perros no van al cielo.





NACIMIENTO DE UN BEST SELLER



Sucedió durante uno de mis paseos vespertinos de un domingo cualquiera.  De la misma forma que un alma solitaria de avanzada edad que saca a pasear sus anhelos del pasado. Sin el empuje que da la juventud si no ese otro de su chihuahua persiguiendo a las gaviotas. Así me dejé conducir yo por vía Esperanza. Sufría el efecto que produce haber abortado dos de mis prometedores cuentos aquella misma mañana. Paparruchas existenciales, como diría mi editor. Procedí entonces a la aniquilación de la obra con el mismo ensañamiento que nos hace arrancar de un tirón el papel pared pasado de moda. Y con esas me eché a la calle.

Mientras paseaba mi duelo literario, la providencia me brindó la posibilidad de dejarme atropellar por los aires despechados de un Smart negro. Salté a tiempo al otro extremo de la carretera. Cuerpo a tierra esperé en vano que el motor se detuviera y quizá una mano amiga que me ayudase. Pero todo siguió su curso normal. El vehículo no se detuvo hasta doblar la esquina. Me levanté como pude y aún a tiempo de ver salir del mismo la fugaz silueta de unos tacones rojos. Sus pasos se perdieron en el interior de un chalet.

Me quedé patidifuso. Atrás quedó mi frustración de escritorcillo de tres al cuarto. Todos mis pensamientos estaban ahora dirigidos a vengar el agravio sufrido. Aún así pasaría un buen rato hasta que mi cuerpo se rindiese a las fuerzas de atracción que dirigen siempre nuestros pasos al lugar menos indicado.
El timbre sonó cuatro veces, pero la puerta no se abrió hasta pasados diez largos minutos. Frente a mí apareció un hombre muy distinguido de mediana edad. Luego supe que se llamaba Agustín Prada y que era cantante de ópera.

- Buenas tardes. Siento molestarle- dije con fingida amabilidad- ¿podría hablar con la propietaria del coche?- proseguí mientras señalaba al Smart negro aparcado justo en frente.

-  Aquí dentro solo estoy yo ¿Sucede algo? - dijo el aún desconocido.

Dudé por un momento. Lo que me llevó a repasar mentalmente la secuencia de sucesos que me habían traído hasta allí. Esperaba que en ése preciso instante, mi distinguido interlocutor se diese cuenta de su despiste de no saber quién cohabita bajo su mismo techo y llamase a viva voz a su esposa, hija, hermana o quien quiera que fuese la barbie terrorista.

-  Aparca algunas veces aquí pero no la conozco–titubeó en cambio– quizá sea alguien que visita la residencia de ancianos–dijo señalando en frente.

Miré al mentiroso detenidamente. Sólo en ese momento reparé realmente en su apariencia física. No hablo de su aspecto general que a primera vista era de lo más normal si no de ciertos detalles. Los mismos que escaparon a mis ojos en un primer momento y ahora se me antojaban de lo más siniestro: su camisa parecía haber sufrido un ataque epiléptico haciendo desdoblarse el cuello y dispararse el tercer botón, su cuello enrojecido escondía un arañazo y la mano derecha se posaba tratando quizás de ocultar el vendaje de la mano izquierda.

Todas esas evidencias golpearon mi imaginario de escritor de novela negra siempre oculto bajo un halo existencial de medias verdades y eternas preguntas sin respuesta. Sufrí en ese momento una especie de revelación. Pude resolver el misterio de los 10 minutos transcurridos desde el sonido del timbre. Comprendí que no le habían bastado para ocultar su crimen.

-  Bien, preguntaré allí– dije refiriéndome a la residencia de ancianos– ¿Podría utilizar su servicio? – pregunté fingiendo un gesto de incontinencia.

Una mueca de disgusto mal disimulada me señaló la tercera puerta a la derecha. Una vez echado el pestillo interrogué inútilmente a los azulejos. Lejos de confirmar mi teoría, resultaron ser de un blanco impoluto. Luego me escabullí al cuarto de en frente que resultó ser una sala de estar. Un simple vistazo no me llamó la atención. Seguí caminando hasta tropezar con el escandaloso color sangre de un único zapato de tacón. Abandonado y semioculto. Parecía delatar con su sola presencia. Sentí un escalofrío al pensar que uno de los dos, el zapato o yo, no debería encontrarse allí. Mis manos se revolvieron en busca de mi teléfono. Pero ya era demasiado tarde. El tenor me atacó por la espalda.  Sus últimas palabras cantaban “maldito paparazzi”, al tiempo que destrozaba mi celular. Solo unos segundos antes de desplomarme vi aparecer en escena a la tercera en discordia. Iba ataviada exclusivamente con una toalla de baño. Tuve tiempo de esbozar una sonrisa por el descubrimiento que supuse, extra conyugal. Luego mi consciencia me traicionó a causa de un golpe certero.

Por ahora seguiré en el hospital unos días. Le he pedido a mi editor que me ponga las óperas de Agustín. Me ayudan a concentrarme mientras discurro la forma más original de matar literariamente a la mujer de tacones rojos.
Y mi editor sonríe el muy jodido.